sábado, 15 de enero de 2011

La flor de Pedralbes

Veintitrés de mayo de 1954. Puerto de Southampton (sur de Inglaterra).

Esa mañana,  el muelle estaba de bote en bote y no cabía un alfiler. Los curiosos se agolpaban para poder observar, con gran admiración, el enorme y majestuoso transatlántico “Great Babylonian”. Esto, unido a los cientos de pasajeros que esperaban para embarcar, hacía el lugar intransitable.

Las hermanas Dalmau esperaban pacientemente, al igual que el resto del pasaje, el momento de partir  rumbo a la ciudad de Nueva York.
Las dos eran muy hermosas, pero Helena, la mayor, superaba a su hermana. Aunque ninguna de ellas superaba la veintena, el aspecto envejecido de Blanca hacía pensar que la superaba en años, en muchos años. Su hermana, en cambio, conservaba su hermosura intacta.
La inmensa belleza que emanaba de ella no dejaba a nadie impasible. No era solamente su rostro, que recordaba al de una diosa, sino sus gestos, su forma de mirar sin hacerse notar y la dulzura de su sonrisa.

El capitán, junto al resto de la tripulación, esperaba para dar la bienvenida a los pasajeros. Estas dos mujeres, no tardaron en llamar su atención.
 Él, que siempre había visto a los pasajeros como meros hacedores de ruidos, empezó a tener algo más en su cabeza que llevar a su barco con rumbo fijo.
Las hermanas, dejando atrás su ciudad natal, se disponían a emprender este viaje  con un propósito muy claro. No sería sólo un viaje de placer, tenía que ser un viaje para olvidar.
Aunque provenían de una familia de la alta burguesía catalana, sus  escasos recursos no les había permitido elegir un camarote de primera clase.
En los últimos años, su padre había dilapidado la fortuna familiar, entre fallidas inversiones y frecuentes visitas al casino de la ciudad.

Sólo contaban con la casa de Pedralbes, eso sí, una casa magnífica en la mejor zona de la Ciudad Condal. Eso les serviría para asegurarse un futuro sin demasiados problemas.
El aspecto casi monacal del pequeño camarote, carente de cualquier detalle que le hiciese un poco confortable, hizo que las hermanas se mirasen y, por un segundo, esbozasen una sonrisa de complicidad. Un tufillo a humedad impregnó el ambiente. No iba a ser nada fácil.
Cuando estuvo segura de que su querida hermana descansaba tranquilamente, sintió la necesidad de salir a tomar un poco de aire. Caminó despacio; sus pies se deslizaban cuidadosos y un poco temerosos debido a la oscuridad. En cuestión de segundos, sus ojos, tan profundos como el mar que contemplaba, se perdieron en el horizonte. Tanto sentía crecer su alma que dudó de que su pequeño y frágil cuerpo pudiese contenerla. Una voz, clara y profunda, le hizo volver de su ensoñación. Giró la cabeza y entonces le vio.
El era un hombre aparentemente corriente, al que lo único que le diferenciaba de los demás, era el uniforme de capitán. Al menos, es lo que ella pensó en ese mismo instante. Es más, si no hubiese sido por su talante y exquisita educación, hubiese dado rienda suelta a la rabia momentánea que estaba sintiendo por haber sido interrumpida de esa forma inesperada.
No dudó en responder a su saludo, pero antes le observó detenidamente con la ayuda de la escasa luz de la que disponía. La luna, que esa noche brillaba en todo su esplendor, fue su mejor aliada.

Sólo pudo ver a un hombre. El cuerpo de un hombre. Hacía demasiado tiempo que había perdido la capacidad para ver algo más allá que cuerpos. Fueran quienes  fueran, viniesen de aquí o de allá. Sólo eran eso, cuerpos.
Respondió amablemente a su saludo y, con el rostro impasible, volvió a perderse, ensimismada, en el horizonte.
Cuando regresó al camarote, ya había amanecido. Helena se acercó sigilosamente hacia el lecho donde aún dormía su hermana y, con una ternura infinita, le acarició el cabello. Juro por mi vida, dijo susurrándole al oído, que jamás nada ni nadie volverá a hacerte daño.
Blanca abrió los ojos y esbozó una tímida sonrisa.

 -¡Arriba, perezosa! pronto estarás curada y podremos vivir felices,  ya lo verás.- exclamó Helena.
­-Hermana, bien sabes que no existen medicinas para las heridas del alma-, contestó Blanca, tristemente.
En ese momento alguien llamó a la puerta del camarote. Un miembro de la tripulación les entregó una misiva de parte del capitán. Les ofrecía, amablemente, ocupar un camarote en primera clase que había quedado disponible y, a su vez, les invitaba a compartir su mesa esa misma noche. Las dos se miraron y sonrieron.  ¡Esto es increíble!, exclamaron, casi al unísono.

No tardaron en ocupar su nuevo y flamante camarote. Era una preciosidad. El semblante de Blanca parecía otro. Algo empezaba a oler a esperanza. Fue precisamente en ese momento cuando Helena supo, a ciencia cierta, que su hermana era y sería siempre el único amor de su vida.

La cena transcurrió como cabía esperar. Helena no dejaba de observar a su hermana. Estaba asombrada. En cuestión de horas parecía haber rejuvenecido notablemente. Aunque el silencio estuvo presente durante casi toda la velada, las miradas y   los pensamientos de los tres, fueron más que suficiente para saber que aquella noche iba a ser el principio de lo que acontecería irremediablemente.

La larga travesía que aún les quedaba para llegar a su destino, iba a ser determinante.
Blanca iba paulatinamente mejorando su aspecto, de tal manera, que pronto estuvo en condiciones de ser igualmente admirada por su belleza que su hermana. Era la pequeña y también había heredado los hermosos rasgos de su madre.

Su madre. !Cuánto la recordaban! Las dejó demasiado pronto y fue entonces cuando empezó su horrible calvario. Un largo y doloroso calvario que sólo terminó cuando acompañaron a su padre el día de su entierro. Porque sí, porque a pesar de todo, allí estuvieron las dos, cogidas de la mano, y allí en la misma fosa de su odiado progenitor, quisieron enterrar también lo que había sido su vida hasta entonces.

Mucho antes de que su madre se quitase la vida, desapareciendo en el mar, a Helena le extrañaba sobremanera la forma que tenía "él" de mirar y acariciar a su hermana pequeña. No tardó en conocer el significado de aquella repugnante actitud. Blanca estaba siendo sometida a los más oscuros y depravados instintos de aquel animal al que estaban obligadas a llamar padre.

Blanca, envejeció prematuramente y murió por dentro. Ella desarrolló, sin remedio, una aversión y un odio visceral hacia los hombres, hacia todos los hombres. Juró que ninguno se acercaría jamás ni a ella ni a su hermana,  y ella nunca juraba en vano.
Esa mañana, la cubierta del transatlántico estaba especialmente concurrida. Hacía un día espléndido, y la mayoría de los pasajeros habían optado por disfrutar al aire libre. Las hermanas tardaron en encontrar un sitio donde poder aprovechar la generosidad del sol.

-¡Buenos días, señoritas! ¿Han descansado bien esta noche?, con su permiso.

El capitán Antonio Rodero se apresuró a sentarse a su lado. Pronto, entablaron una animada conversación, aunque Helena rara vez intervenía.

Él les habló de su origen andaluz; de cómo toda su vida había estado unida al mar, ya que, desde muy joven, casi un niño, acompañaba a su padre en las faenas de la pesca en aguas de Cádiz, y de las veces que, ya como capitán, había realizado esta misma travesía, Londres (Southampton)-Nueva York.

No es que fuese un hombre que físicamente llamase demasiado la atención de las mujeres a primera vista, pero su forma de expresarse y su cautivadora sonrisa, le hacían especialmente atractivo.

Blanca le contó que eran las dos últimas descendientes de una  familia de la alta burguesía catalana; que siempre habían soñado con ir a Nueva York y que, si ello era posible, tratarían de establecer allí su futura residencia.

Al rato, el capitán tuvo que despedirse. Tenía un aviso del puente de mando.
-Espero volver a verlas esta noche, será un honor para mí que vuelvan a acompañarme durante la cena.- dijo, cortésmente.

Acto seguido, las dos se dirigieron al camarote. Por vez primera desde que embarcaron, no intercambiaron ni una sola palabra. No lo sabían, pero desde ese mismo instante, sus respectivos pensamientos iban a transitar por caminos muy diferentes.
Faltaba poco más de una hora para la cena de gala que, esa noche, se ofrecía en honor del capitán, y Helena aún permanecía tumbada en el pequeño diván, en actitud claramente apática.
-¡Vamos, Helena, tienes que prepararte!, dijo su hermana.

Ésta ya estaba casi lista. Sólo le faltaba elegir el vestido apropiado para la ocasión.
-¿Te parece bien éste?- preguntó entusiasmada.
Helena lo miró con desgana.
-No, no me gusta. Me parece demasiado atrevido- contestó.
Blanca palideció por momentos.
-Es mi vestido favorito y a mí si me gusta. Me lo pondré- dijo, armándose de valor.
Nunca había llevado la contraria a su querida hermana. Ella era toda su vida. Sin embargo, lo había hecho. Total, no dejaba de ser algo intrascendente. O eso pensaba ella.

Las voces de los demás comensales, sus risas y el ambiente alegre y distendido que la rodeaba, le impidió probar bocado.
No podía ni quería escuchar, sólo observaba obsesionada los gestos y miradas que se sucedían continuamente entre Blanca y Antonio, el capitán.
Súbitamente, empezó a sentirse mal. Le faltaba el aire y sintió unas ganas terribles de vomitar.
-Perdónenme, pero tengo que dejarles. Lo siento. Blanca, no necesito que me acompañes. Volveré enseguida, sigue disfrutando de la velada y de esta agradable compañía-, dijo, con voz temblorosa.
Ya, en el camarote, se dejó caer en la cama, cual muñeca rota.

-¡No, Blanca, no!. Esto no puede estar sucediendo, tú no puedes traicionarme así!
Decidió, entre sollozos, no volver a la mesa. No iba a poder resistirlo. Escribió una nota para su hermana:
"Querida, no te preocupes por nada, estoy bien, pero prefiero quedarme descansando. No hagas demasiado ruido cuando regreses a mi lado.
Te quiero. Helena".
Llamó a un empleado para que se la entregase en mano.
Inmediatamente después, se acostó. Necesitaba dormir, fuese como fuese.
Quería convencerse a sí misma que al día siguiente no iba a darle importancia a todo esto que empezaba a atormentarla.
¡Helena, cálmate, por Dios! estás viendo donde no hay. Seguro que todo son figuraciones tuyas. Dijo para sí.
Entonces, se sirvió una copa de agua y, tras abrir el cajón de la mesilla de noche, ingirió una pastilla de las que, por prescripción médica, tomaba su hermana desde hacía tiempo.
-Me ayudará a descansar-. Pensó.
No tardó en quedarse profundamente dormida.

Mientras, el ambiente del majestuoso salón principal del "Great Babylonian", era inmejorable. Los camareros, perfectamente uniformados, se afanaban para que todos y cada uno de los comensales fuese atendido a la perfección. Fue todo un éxito.

Blanca, no sin antes disculparse, se ausentó para interesarse por el estado de su hermana. No tardó en regresar, una vez que comprobó que ésta dormía plácidamente.
En breve, iba a empezar el baile. Todos los miembros de la orquesta ya estaban en sus puestos. El director, volviéndose hacia donde se encontraba el capitán, le miró esperando su aprobación. Sólo bastó un sutil gesto de éste para que los músicos empezasen a tocar un romántico vals.

Antonio se acercó a Blanca y, cogiendo suavemente su mano, la llevó hacia el centro de la pista. Se miraron fijamente y, entre los aplausos de los asistentes, se dispusieron a abrir el baile.

Esa noche se desató una feroz tormenta. Gigantescas olas zarandeaban el barco, a pesar de su enorme envergadura. Un gran estruendo, provocado por la caída de un rayo, despertó a Helena sobresaltada.

Blanca no había vuelto aún. Saltó de la cama y, como estaba, salió corriendo en su busca. Tal era su miedo y desesperación, que ni se dio cuenta del peligro que corría. El viento la arrastraba de un lado a otro con la fuerza de un huracán, pero siguió buscándola por todos los rincones. Nada. Ni una sola señal de su hermana.Exhausta, se dirigió hacia el camarote del capitán. Tenía que informarle de la extraña desaparición de Blanca.
Empapada y temblorosa, tocó varias veces a la puerta.
Antonio, con ojos somnolientos, abrió.

-¡Capitán, mi hermana ha desaparecido! podría haber caído por la borda, yo no......
No la dejó terminar la frase.
-Tranquila, Helena. No te preocupes. Blanca está aquí, conmigo. Dijo éste.
-¿Qué? Pero como.....

El capitán siguió hablando.
-Nos amamos. Le he pedido que se case conmigo mañana mismo, en cuanto lleguemos a Nueva York. Podrás vivir con nosotros, si así lo deseas. Sé lo mucho que os queréis.-  Mientras le decía estas palabras, su rostro hablaba por sí solo. Estaba expectante por ver su reacción.
Helena enmudeció y, con la mirada perdida, volvió sobre sus pasos. Esta vez, lentamente, sin ofrecer resistencia a los envites del viento.

Las lágrimas se deslizaban por su bello rostro, confundiéndose con las gotas de la lluvia.
No podía creerlo. Su hermana, su vida, la iba a abandonar por un hombre......
Una vez en el camarote, se cambió el camisón mojado por otro seco y se sirvió una taza de leche caliente. Estaba tiritando.
No había lugar a dudas.
Blanca la había traicionado. Era una desagradecida, indigna de sus desvelos que, en realidad, nunca la quiso.
¡Qué sabia esa pobrecilla del verdadero amor! No tenía ni la más remota idea.
El capitán, más tarde o más temprano, le haría daño. Incluso podrían tener hijas algún día, y la pesadilla podría volver.
--Blanca no tiene ni idea de hasta dónde llega mi amor por ella-. Dijo, para sus adentros.

Quizá debía confesarle que la rara enfermedad que había llevado a su padre a la tumba, no apareció de forma casual.
Que su obsesión por protegerla y por acabar con su dolor, la había convertido en   una parricida. Pero no, de ningún modo. Ni siquiera se merecía saberlo. No se merecía nada.
En ese momento, en el corazón de Helena no cabía nada que no fuese odio. Enloquecía de celos.
Decidió arreglarse un poco mientras esperaba a su hermana. Se miró al espejo mientras se recogía, con parsimonia, su negro y largo cabello. Sus labios dibujaron una enigmática y heladora sonrisa.
Mientras, Blanca, al observar que amainaba la tormenta, quiso volver a su camarote. Deseaba ver a su hermana y compartir con ella su felicidad.

Los dos enamorados se despidieron en la puerta, con un beso apasionado.
-Mañana nos uniremos para siempre. Te amo, Blanca.-
La ardiente mirada del capitán lo decía todo. Sobraban las palabras.
Ella le sonrió dulcemente, a la vez que acariciaba su cabello entrecano.
-Si amor, mañana-. Le contestó.
Nada más entrar, se abalanzó sobre su hermana que la esperaba sentada en una cómoda butaca.
-¡Helena, qué feliz soy. Le quiero con toda mi alma! ¿No te alegras?. El destino le ha puesto en mi camino y su amor ha curado las heridas de mi alma y de mi cuerpo. Nos vamos a casar-.  Sus ojos y sus oídos, esperaban, ansiosos, una respuesta.
-Sí, contestó. Claro que me alegro. Siempre he deseado lo mejor para ti, lo sabes. Tu felicidad es la mía, hermanita-. Contestó, con la mirada baja.
Se levantó de su asiento y abrazó a su hermana, pero sus ojos la delataban.
Lo había jurado por su vida.
-Bueno, cariño, pareces agotada. Deberíamos descansar unas horas, esta noche tendremos que preparar el equipaje. No olvides que mañana por la mañana habremos llegado a nuestro destino.- dijo Helena.
-¡Cómo voy a olvidarme!, le contestó Blanca, a la vez que se preparaba para ir a descansar. Lo necesitaba después de una intensa noche de amor y pasión.

Se despertaron a media tarde y empezaron tranquilamente a hacer las maletas. Les llevó más tiempo de lo esperado; tanto, que se les hizo tarde para asistir a la cena.
-Tranquila, hermana, no te preocupes. He pensado que podrías ir a darle las buenas noches a tu prometido mientras yo pido una cena fría y una botella del mejor cava que tengan. ¿Qué te parece la idea?.-
Blanca la miró sorprendida.
-Sí, verás, sería estupendo que cenásemos juntas y brindásemos por tu inminente matrimonio-.  Dijo, convencida de que Blanca aceptaría sin dudarlo.
-!Celebraremos mi despedida de soltera, gracias, Helena, te quiero mucho!.- contestó  ésta entusiasmada.
Como era de esperar, el capitán aceptó con agrado el plan de las dos hermanas para esa noche.
-Mañana, poco después de que amanezca, podremos contemplar juntos los rascacielos de la ciudad, ¿te das cuenta de lo que eso significa?- le dijo a su amada, abrazándola fuertemente.
-Disfruta de la cena. Buenas noches, amor. Hasta mañana.-

Cuando Blanca regresó junto a su hermana, todo estaba preparado. En una pequeña mesa, vestida elegantemente con un precioso mantel blanco de hilo y adornada con un par de rosas blancas, habían dispuesto una generosa bandeja de canapés, de excelente aspecto. A su lado, dos copas de cava de fino cristal de bohemia lucían impolutas, y una botella del mejor "brut", convenientemente descorchada, esperaba en una cubitera de plata, entre hielo, para mantenerse a la temperatura ideal. Todo estaba perfecto.
Se vistieron para la ocasión y se apresuraron a sentarse a la mesa, una enfrente de la otra. Los canapés estaban exquisitos.

-¿Brindamos, Blanca?- dijo, haciendo un gran esfuerzo por sonreír.
Levantaron sus copas y brindaron por la felicidad de la pareja, por el futuro y porque siempre estarían juntas.
Pasado un rato, aún quedaba algún bocado en la bandeja, sin embargo, la botella de cava había tocado a su fin.
-Helena, creo que me estoy mareando un poco.- dijo Blanca.
-No te preocupes, es normal. Hacía mucho tiempo que no tomábamos cava, por desgracia. Siempre se bebe en las celebraciones y no hemos tenido demasiadas ocasiones, por no decir ninguna-. Le contestó, con voz apagada.
-¡Ven, echémonos un rato,  ponte aquí a mi lado, como siempre. Dentro de un rato estaremos mejor-.  Ya empezaba a tener dificultad para respirar.

Lentamente, como pudo, Blanca se acercó a la cama y se tumbó a su lado, como ella le reclamaba.
Tenía muchas, muchísimas ganas de dormir y apenas podía mantener los párpados abiertos. Se dejó llevar.
A los pocos minutos,  ella ya no respiraba.

Su hermana, aún con un hilo de vida, se abrazó a ella y empezó, a cantarle al oído la nana que, durante su triste infancia, entonaban cada noche, antes de dormir.

"Bona nit, bona nit
Que, de roses voltat,
dorm ben arropi’t
sota el cobrellit.
I demà, si Déu vol,
seràs ben eixerit.
Bona nit, bona nit.
Que els àngels vetllant,
veuràs dormidet
el bon Jesuset.
Dorm....... trannnquil.... i fel.....................................

Helena no tuvo tiempo de terminar.

Dejada atrás la fuerte tormenta, el buque surcaba las tranquilas aguas, bajo un cielo repleto de estrellas.
El capitán estaba en el puente de mando para asegurarse de que todo transcurría con normalidad. Como estaba previsto, en unas cuatro horas atracarían en el puerto de Nueva York. Era un buen momento para retirarse a descansar, aunque no pudo conciliar el sueño. Esas horas se le iban a hacer interminables.
Poco después de que amaneciera, ya se podían divisar, a lo lejos, los colosales rascacielos. La estampa era impresionante.

La cubierta del navío era un hervidero. Todos los pasajeros se disputaban un lugar desde donde poder observar las  impresionantes vistas. Antonio buscó a las hermanas entre el gentío, pero no consiguió verlas.
Esperó pacientemente, pero el buque estaba cada vez más cerca del puerto.
De repente, sonó la estruendosa bocina del barco.
-Si aún duermen, esto las despertará, sin duda alguna- pensó.
Pero empezaba a preocuparse seriamente.

La intranquilidad le hizo dirigirse, sin dilación, hacia el camarote de las dos mujeres.
Llamó insistentemente a la puerta. No obtuvo respuesta.
Tras unos segundos, con mano temblorosa, no dudó en introducir la llave maestra en la cerradura.


Empujó lentamente la puerta y entró.
Un agradable olor a perfume permanecía aún en el interior del camarote. Los restos de la cena seguían sobre la mesa, junto a la botella vacía.
Pudo ver que, como había sospechado, las dos seguían en la cama. Estaban abrazadas y vestidas con la ropa de la noche anterior.
Se acercó despacio. Lo que vieron sus ojos le dejó petrificado. No respiraban, y la lividez  cadavérica de sus respectivos rostros no dejaba lugar a dudas.
Estaban muertas.

Su vista se nubló y dos martillos invisibles golpearon, sin piedad, sus sienes.
Se sentó en la butaca y, con la mirada perdida, rompió a llorar como un niño.
Estaba destrozado, pero tenía que sobreponerse. Era el capitán, y su primera obligación era ir en busca del oficial médico.
Respiró profundamente y, con paso firme, salió del camarote, cerrando la puerta tras de sí. Tenía que darse prisa. Sólo quedaban unos  veinte minutos para atracar.
El médico, una vez examinados los cuerpos, se dispuso a extender los certificados de defunción.
Mientras, el capitán buscaba desesperadamente alguna prueba que pudiese esclarecer lo que había ocurrido aquella noche.
Nada iba a amortiguar el inmenso dolor que sentía, pero necesitaba saber cómo habían muerto.

Miró el cajón superior de la mesilla de noche. Allí estaba el frasco de tranquilizantes vacio y, cuidadosamente doblado, un pañuelo en el que aún quedaban restos pulverizados de las pastillas. Se lo mostró al oficial médico, sin decir palabra. Éste, mirándole fijamente, le dijo:
-Doble suicidio, capitán. Todo esto es muy triste. Lo siento muchísimo. -

Ni siquiera la muerte había sido capaz de arrebatarles su belleza.
Se dieron un fuerte abrazo y salieron del camarote cuando ya el buque realizaba las maniobras de atraque.



Antonio cogió el diario de abordo y, en "incidencias", escribió, entre sollozos:

"Hoy, 28 de mayo de 1954, a las 07:20 a.m., han sido encontradas sin vida las pasajeras doña Helena y doña Blanca Dalmau. Certificadas las defunciones por el oficial médico, iniciaremos inmediatamente los trámites para la repatriación de los cadáveres, a través del consulado español de la ciudad de Nueva York."

Fdo.: Capitán Antonio Rodero


 








Las gestiones de las autoridades portuarias y del consulado permitieron que la repatriación se llevase a cabo en el menor tiempo posible.
El capitán quiso acompañarlas en su último viaje.

Aún seguía sin comprender que le había llevado a Blanca a abandonarle de esa manera tan espantosamente dolorosa e incomprensible.
Estaba seguro de que le amaba profundamente.
-No pudo irse voluntariamente, sin una nota de despedida siquiera.- pensó.
Pero, enseguida, se dio cuenta de que martirizarse con esa idea no le iba a devolver a Blanca. Estaba muerta. No volvería a verla, y eso ya era suficiente castigo.

El avión, con los restos de las dos hermanas, aterrizó en el aeropuerto de Barcelona. Sólo el capitán y la tripulación tuvieron conocimiento de la triste carga que transportaba ese día la aeronave. Una vez que hubo desembarcado el último  pasajero, fueron llevadas por carretera para pasar el último e inevitable trámite.

El resultado de la autopsia no dijo nada nuevo. Muerte por sobredosis de barbitúricos.
El capitán asistió, en solitario, al doble entierro. Cuando los operarios acabaron su trabajo, permaneció allí largo rato, con el alma congelada.
Aún no podía creerlo.

-Quiero que sepáis, especialmente tú, Blanca, mi vida, que no me he separado de vosotras en ningún momento desde entonces, hasta poder ver con mis propios ojos que podréis descansar eternamente aquí, en vuestra tierra, y al lado de vuestro padre, que seguro hubiese sido vuestro deseo y vuestra última voluntad. Descansad en paz-. Musitó, con labios temblorosos.
Nunca llegaría a saber lo equivocado que estaba.

Tras estas palabras, y sin volver la mirada atrás, abandonó lentamente el camposanto. Ella se quedaba allí, pero no la historia que iba a acompañarle durante toda su vida.

Una gran historia que había durado exactamente cuatro días, dieciséis horas y treinta  cinco minutos.